Por Norberto Rasch
Había amanecido con sol en Cafarnaúm. A la media mañana la gente comenzó a amontonarse junto a la humilde vivienda. La casa de Simón era sencilla, la más pobre del pueblo. Simón era conocido por albergar, a pesar de su pobreza, a cuanto peregrino necesitado de techo pase por esa comarca. Fiel a su costumbre dio espacio a Jesús y sus amigos que andaban por el lugar. El famoso Jesús.
Y Jesús comenzó a hablar y a enseñar acerca del Reino de Dios. De pronto aquel parroquiano y su rancho, a veces mirado con recelo a causa de las personas que hospedaba, había llegado a ser el centro del pueblo. Algunos, llegaron temprano para asegurarse una primera fila, luego muchos más se seguían acercando, hombres y mujeres. No faltaba el bullicio de niños correteando.
Bastante cerca por el camino, se escuchaba el crujir de las ruedas de una carreta tirada por un buey cansado, que venía de vaya a saber dónde. Lo acompañaban algunas personas. En el interior de la carreta y con una sombra improvisada para mitigar los rayos del sol del mediodía, un hombre tendido entre paños y un colchón de paja. Era Josafat, inmóvil desde siempre a causa de una parálisis. No estaba enfermo, era una persona discapacitada que contaba con la ayuda de sus amigos para el traslado. Pero se había hecho tarde, así que cuando llegaron estaba todo tan abarrotado que ni al tan famoso Jesús podían ver desde la puerta… apenas si se escuchaba su voz.
La mayoría de los presentes, cada uno preocupado por escuchar atentamente, ni se dieron cuenta de la presencia de esta original comitiva. Algunos, mirando de reojo, estrecharon filas, no vaya a ser que se tengan que hacer a un lado y abrir el paso, que perturbaría a todos. "Y ahora, ¿qué hacemos?", se decían los amigos. Mientras buscaban la sombra de una higuera que crecía al costado del patio cerca del pozo de agua, desataron al animal y se miraban unos a otros. Tanto camino, tanto esfuerzo, tanta esperanza, tanta fe puesta en una posibilidad de al menos ver y escuchar a ese Jesús. Habían bajado los brazos. No sabían qué hacer, una vez más, se dieron por vencidos. Adentro de la casa, había gran entusiasmo, afuera en el patio, a un universo de distancia se vivía el drama de la exclusión.
Pasó un anciano que, según dijo, tampoco pudo entrar. En tono burlón sugirió: "¿Por qué no prueban entrar por el techo? Abran un hueco, el techo es liviano", dijo, y riéndose siguió de largo.
"¿Techo?, ¿un hueco? Si eso es, pero… ¿cómo subir a Josafat que no se puede mover? Si tuviésemos un catre, una camilla...", pensaron. Intentaron improvisar una pero no. No resultaba confiable, era muy peligroso. Estaban frustrados. Como otras tantas veces. Josafat perdió el ánimo y las ganas de luchar por su dignidad. Se convenció una vez más que no tenía derecho a estar frente a ese maestro.
En eso, para buscar agua del pozo, llegó Magdalena desde el pueblo. Con su cántaro, ofreció a todos de beber el agua fresca. También un poco para el buey. Y en la conversación se enteró del plan de los amigos.
A Magdalena se le iluminó el rostro. “Al fin, ¡sabía que algún día le haría falta a alguien!”, dijo sin que la entendieran. Dejó el cántaro y salió presurosa. Antes que la comitiva saliera de su asombro regresó de su casa con una camilla. “Vamos, vamos, no hay que perder el tiempo”.
Luego tomó unos lienzos de la carreta, los ató unos con otros y con gesto de satisfacción dijo:
“Ya está, una vez en el techo usan estas para bajar lentamente la camilla con Josafat, justo delante de Jesús… ah, y no se olviden dejar la camilla al irse, así la tenemos para otra persona que la necesite, déjenla al costado del pozo”.
Y no vieron más a Magdalena. Lo demás fue rápido. Algunos ayudaron a Josafat, otros prepararon las ataduras de la camilla y una vez arriba del techo abrieron un hueco que daba al cuarto en que estaba Jesús. Cuando se había disipado la polvareda que produjo el derrumbe de una parte del techo, y ante el asombro de la gente, había un señor con discapacidad en una camilla frente a Jesús. Lo que casi nadie sabía era que la camilla era prestada y que hizo posible la ayuda de los amigos. De no haber sido por ese préstamo desinteresado, Josafat nunca hubiera llegado a conocer a Jesús y recuperar su dignidad.
"Tus pecados te son perdonados", dice Jesús.
¿Pecados? ¿Cuáles?, si estaba con esa discapacidad desde que nació. ¿De sus padres? No…el mismo Jesús ya había enseñado que no había relación entre pecado, culpa y discapacidad.
Quizás el pecado de haber bajado los brazos, de perder la esperanza, no creer que la dignidad era un derecho que le asistía como al resto, dejarse simplemente atender, ser objeto y no sujeto de su propia historia…y tantos más…
"Pero mira Josafat", dijo Jesús: "Cuentas con buenos amigos, caminaron contigo a lo largo de tu vida, contaste con la ayuda anónima de alguien que pasaba cuando nuevamente habían caído en el desánimo, esa mujer que te prestó una camilla. Ahora comienza un nuevo tiempo en tu vida. ¿Pecados? No, Dios se alegra contigo y el cielo está de fiesta pues has recuperado tu dignidad, eres Josafat quien goza de la Gracia de Dios. Ahora vete, devuelve la camilla, puede servir a otro y vive tu vida y agradece los amigos que tienes."
Así concluyó la enseñanza de Jesús en casa de Simón. Luego de dejar la camilla al costado del pozo, Josafat y sus amigos se fueron de regreso, con una alegría indescriptible.
«La fe en acción es amor y el amor en acción es servicio.»
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